Para llegar a una ciudad que no quiso ser encontrada por varios siglos, hay que caminar varios días entre la selva. Cada paso es un reto, pues el terreno es todo menos plano. Piedras, raíces, ramas, sonidos de animales que se esconden entre las hojas y que evocan reptiles azarosos. Cuando se dan pasos así, la mente también empieza a contar historias que son todo menos sencillas. Cambia la tónica. Cambian los relatos, y la mirada ante temas que incluso parecían resueltos. El camino se transforma de afuera hacia adentro. Se va rumbo a la ciudad perdida, mientras uno se pierde entre recovecos, asuntos pendientes, miedos que van tomando forma.
El camino es transitado por cientos de seres de todo el planeta. Quienes lo custodiaron por tanto tiempo son ahora parte de la sopa de la humanidad que va y viene. Al cabo de pocas horas ya se mimetizan y parece hasta normal ver a un niño vestido de túnicas blancas y mugrientas, arrastrando una mula mucho más grande que el, junto a su madre adolescente que ya tiene cuatro hijos, uno que parece recién nacido y duerme en una mochila en su espalda, otro de la mano que va sin camisa y con el abdomen distendido repleto de lombrices, los dientes ya roídos, y otro más, de edad indeterminada que lleva un cerdito miniatura de una cuerda como si fuera un carrito de madera. También transportan gallinas en sus mochilas y alimentos. Ni los cerdos, ni los niños, ni las gallinas dicen nada. No lloran ni se quejan.
Los hombres ya visten botas de plástico «machitas» en sus pies. Pero las mujeres van descalzas. Cuando pregunté porqué esto, me contaron que es porque ellas deben estar en contacto con la tierra para que la tierra las haga más fértiles. También son las encargadas de recolectar las hojas de coca pero no las pueden mascar. Deben tener cuantos hijos puedan a lo largo de su vida y cuando ya no son fértiles, su esposo puede “tomar” otra mujer para seguir teniendo más hijos. Por las noches estas familias, estas mujeres de mirada endurecida, van llegando a los campamentos de los viajeros que en su mayoría son extranjeros, donde se sientan a esperar a que de las cocinas les den comida. A los niños les regalan galletas en paquetes plásticos y coloridos que van a parar al borde de la carretera y ríos. Algunas veces un viajero les compra una botella de coca cola, el máximo gusto. Y yo tiemblo y lloro hacia adentro por todo lo que estoy evidenciando y que no puedo cambiar. No puedo contarles que los paquetes de galletas y las bebidas azucaradas los van a enfermar así tal cual como ocurrió cuando los españoles llegaron con sus enfermedades y murió casi toda la población Tayrona salvo unos pocos que se refugiaron tan adentro en la selva que de ahí surgieron las cuatro tribus sobrevivientes. No puedo cambiar la creencia de que solo los hombres puedan portar botas, que además es algo bastante reciente y ya puedo imaginar cómo llegaron a dicha conclusión. No puedo sugerirles que regresen a sus poblaciones muy muy adentro en la selva, a vivir una vida coherente con sus tradiciones, pues esta que llevan al borde del camino es de mendigos, les roba la dignidad y aprenden mucho de lo que nosotros deberíamos desaprender. Aprenden a quemar parcelas de selva para sus mulas y vacas, y ya se ven los huecos negros y los incendios en las montañas. Aprenden a darle significado al dinero olvidando su verdadera riqueza, repitiendo otra parte de la historia de sus ancestros que se dejaron embelesar de los espejos españoles y a cambio entregaron sus esculturas de oro.
Supongo que mi llanto interno es como el de una madre que sabe que su hijo va rumbo al precipicio pero que también sabe que haga lo que haga, el hijo tendrá que vivirlo así, pues es su historia y son sus aprendizajes.
Seguramente la selva también llora. Llora cada que la queman y cada que le lanzan una botella de plástico a sus ríos. Llora cada que ve a un niño esperar hambriento un plato de comida de campamento en vez de estar comiendo lo que la tierra le daría en su hogar, cocinado por su madre.
Pero la selva sigue haciendo lo que sabe hacer. Crecer, fluir, morir y renacer. Y con sus muchos mantos poderosos, y su magia ancestral, al caminante, sin importar de donde venga o hacia donde vaya, sin importar si ha sido una persona buena, o ha hecho cosas malas, sin importar si busca algo o solo se pasea, le va envolviendo para que pueda finalmente, y luego de 70 kilómetros, desenredar eso que debe entender y quizás ni sabía.
El camino de ida es completamente diferente al de regreso. Las noches son repletas de sueños lúcidos, todo saliendo, todo explotando, hay dolor de corazón y dolor de piernas y los lugares parecen alejarse, las subidas alargarse. Cada cierto tiempo hay pausas para sumergirse en el río helado que recarga y anima a seguir. También hay algunas tiendas de campesinos que venden café y granolas deliciosas de miel, coco y cacao.
En el camino de regreso es cuando se recibe lo que la selva tiene para decir. Parece mentira, pero cada puente que se cruza es una mochila que vas soltando. Seguramente la selva, experta en desaparecer hasta ciudades, recibe todas esas ideas, dolores, e historias y las disuelve. Quizás por eso se llega no solo unos kilos más ligero físicamente sino varias toneladas más ligero mentalmente. Quizás por eso es que los caminantes nunca quieren dejar de caminar, quizás por eso las piernas comienzan a dar los pasos solas y al día siguiente, cuando ya se está en casa bien bañado y con ropa por fin seca, de regreso al carro, la rutina y el computador, las piernas desesperadas piden movimiento, piden piedras, y selva, pantano y humedad, piden seguir dando pasos con el cuerpo para poder escuchar las historias del alma.